domingo, 20 de octubre de 2013

CAPÍTULO I

El olor a incienso de la pasada Semana Santa, que parecía mantener en un estado de somnolencia a los patronos religiosos del pueblo, se evaporó. Los santos de la iglesia vibraron ante el toque brusco de la puerta principal. Afuera, el ímpetu de Rochy, contrastaba con la tranquilidad de la Virgen del Carmen.
–Un muerto más, un muerto menos, qué más da– sentenciaron desde adentro.
La matrona de los Lara, escuchó sin perturbarse, respiró profundo, y llena de orgullo gritó:
–¡Mí hijo está vivo, y no me lo quita nadie!
Un aviso que llevaba colgado en su pecho un pordiosero, que decía en letras grandes, el palo no está para cucharas, minimizó un poco la molestia de Rochy que sonrió con esfuerzo; toda visita por fuera de los horarios sociales establecidos en la parroquia, era relacionada con un mal presagio. Todavía estaba fresco el recuerdo de un violador de niñas, a quien una madre ofendida había desmembrado
sin misericordia a plena luz en una tarde decembrina. No podían olvidar ese día, ni el siguiente, cuando encontraron pegadas en los cielos rasos de sus casas, miles de moscas muertas. Aquel suceso solo se comparaba con el asesinato del compositor, a quien los chulos devoraron a la intemperie por que no existía una morgue. Y todo por repetir con burla el estribillo “de dónde serán”. Pasaron unos segundos, y luego, un tono asmático cortó la respiración.
–Dios ahora está ocupado, mañana los atiende.
Ella reconoció la voz, miró la entrada de la iglesia con desprecio y rió cínicamente.

–Es el único municipio donde nuestro Señor tiene un banquero administrando una iglesia– maldijo.
Los nubarrones que durante semanas alegraron el firmamento, esta vez mostraron su luto. Rochy trató de tocar nuevamente, pero se arrepintió. Dio la vuelta, y observó en una pared el lacónico mensaje: Señor, ¿cuándo tendremos anfiteatro?
–Idiotas, en vez de pedir para los vivos– expresó molesta con los dolores del parto todavía agobiándola.
Le fastidiaba que la ignoraran, y más, que desconocieran su abolengo. Para ella, el desprecio era cosa de pobres, y no aceptaba que se le brindara atenciones y displicencias a otros clanes políticos que no fuera el de los Lara. Aquella respuesta seca del cura, apenas comenzando el día, no solamente se relacionaba con la adversidad, sino también con los odios generados por el nacimiento del último vástago de la casa Lara. Por aquel entonces, por agüero la gente se levantaba de la cama por el lado derecho para tener buena suerte; no abrían los paraguas dentro de las viviendas para que no les cayera la ruina, volteaban las escobas cuando querían detener un aguacero, y los más recalcitrantes, se santiguaban cuando escuchaban el apellido Lara. Curiosamente el sol de aquel lunes, alumbró los rincones espantando las últimas gotas de un aguacero de veranillo. Casualidad o no, las escobas se mantuvieron volteadas. Como nunca, como si la claridad les hubiera abierto los sentidos, los adversarios de aquella urbe fantasma, refundado de mala gana por varios conquistadores, le dieron rienda suelta a la lengua, en especial contra la matrona de los Lara, que con su frecuencia chillona contrarrestó los embates utilizando su verborrea hereditaria que evocaba a sus abuelos del antiguo mundo. Muchos decían que le iba a dar algo porque no había guardado cuarentena después del alumbramiento, pero ella con su instinto maternal y su sensibilidad respondía.
–Mientras esté viva no me joden.
Las víctimas del chisme, reunían casi los mismos perfiles monotemáticos, y se odiaban unos a otros por razones antropológicas cercanas al hombre de Cromañón. Desde la mansión de los Lara, la voz rabiosa de Rochy inspiraba a la gente, que con vasos pegados en las paredes, escuchaba unos pocos ripios de voces que luego distorsionaban y perfeccionaban. Los sonidos se multiplicaron y viajaron por los callejones sin destinatario particular. Se colaron por los rascacielos, las ventanas, las hendijas y, como siempre, sirvieron para cambiarle el semblante a miles de transeúntes que les cayó aquel sortilegio oral como un bálsamo. Refrescar la lengua y endulzar el oído, constituía el proyecto de vida de miles de personas que ante el tedio encontraban aquella trama inoficiosa como un juego. Tanta bacteria pululando, cocinaría el virus más contagioso de una sociedad dominada básicamente por su ignorancia. La tos superflua del prelado retumbaba como las minas enterradas que campesinos inocentes a veces removían para sacarle provecho a la tierra. Aquella rasquiña en la garganta del presbítero no era nueva, y por el contrario, la interpretaban como una jugada para tapar sus acostumbradas metidas de pata que hacían parte del anecdotario provincial. Rememorar lo que podría equipararse con un listado de argucias, casi todas recreadas por sus pantomimas de persona sufrida, significaba revivir un sinnúmero de embarradas, según él, por el bien de la Santa Madre Iglesia que todo lo veía, protegía y guardaba. Por aquella época, el sacerdote guardaba el secreto del reciclaje de cédulas de los muertos que las autoridades colocaban al servicio del barón electoral de moda. Cada banca, altar y confesionario de la iglesia ocultaban una blasfemia. Los objetos de aquella ermita guardaban algún vestigio de uno que otro efluvio pasajero y uno que otro madrazo, de un cura que se sentía con derechos para abusar del prójimo.
Un siglo antes, donde quedaba ahora el templo parroquial, funcionaba un burdel de petates, en el que los ciudadanos sin distingo le llevaban a un libanés de cara dura, plátanos, yucas y carne de monte que intercambiaban por chinitas desnalgadas de ojos saltones y ombligos beligerantes. Aquellas damiselas no mataban una mosca, se veían tan inofensivas y tiernas, pero a pesar de su condición de buenas personas, cargaban con la fama de dañinas por haber motivado la construcción de las primeras camas de concreto. Los cabrones, una especie de catadores hormonales, las reconocían porque tenían un callo en la última vértebra de la columna.
Los recuerdos se asemejaban a la copia de otro pueblo desgraciado. Cada orden religiosa, en dos siglos había dejado una estela de ignominias que la historia escondía; todavía se hablaba de los primeros españoles que abusaron de miles de indias, desconociendo que sus progenitoras las desfloraban por costumbre cuando nacían; lo único parecido al oro que quedaba en estas tierras, lo representaba el excremento de los habitantes que ahora se tornaba oscuro con la llegada de una cofradía de sefarditas que trajeron consigo la berenjena.

Las cosas iban tan mal, que las hostias ahora alcanzaban para darles a los loquitos y las puticas que se confesaban a medias. La inocencia se tornó cruel, la fe dejó de mover montañas y las plegarias no alzaron vuelo. Desde aquel momento, las mujeres fingieron su virginidad untándose en pleno acto sexual sangre de gato que les vendía Dioselina por onzas. En las casetas del mercado no solo se conseguían verduras y carnes, sino que ahora ofrecían cuentos a medias, orgasmos de carrera y hasta huesos de muertos que la gente compraba ilusionada para salir de pobre. El fémur más cotizado pertenecía al cadáver del viejo Juan Lara, un desquiciado sin alma que portaba en su haber un centenar de difuntos a los que veían en los algodonales para las fiestas de la Virgen de La Candelaria. Muchos juraban haberlo visto pescando en el río con carnadas de tripas humanas; le acreditaban poderes extraterrenales y hasta se decía que entre él y el diablo no existía diferencia. Nadie entendía cómo una persona con tanto poder permitía que sus huesos deambularan por allí sin castigo alguno. Sin embargo, el día que no se hablaba del viejo Juan, los niños elevaban cometas y las mamás se sentaban en las puertas en sus mecedoras como si el mundo fuera color de rosa.
Poco podía hacerse al respecto. El pus de tanto germen había infectado el verbo social, y el chisme, como decían en la calle, volaba bajito. Cada madrugada traía el comadreo esquinero de murmuraciones en ayunas, de veintejulieros que se molestaban con los soplos impertinentes de la brisa que no les dejaba percibir fielmente el discurso frenético de quienes creían que la oscuridad garantizaba confidencialidad absoluta. Las aberturas de las ventanas, gozaban de ser las vigilantes de una aldea donde las ánimas pedían permiso para entrar. Hacer algo furtivamente su- ponía un pacto macabro o alguna cabriola salida de toda lógica. Los sonidos desgarradores de miles de perros y gatos dimensionaban la llegada de momias que preguntaban, cuestionaban y se devolvían a sus sitios de ocio mecánicamente hasta la siguiente alba. Algunos de aquellos visitantes de las sombras, le tomaban el pelo a los borrachitos con largos discursos que ellos escuchaban atentamente. Antes del primer sermón del párroco, pasaban las vendedoras de pargos y langostinos cantando sus lumbalúes ancestrales, tan eróticos como el caminado musical de aquellas negras despampanantes que hacían ver el entorno ridículo con sus pasos de buldócer desenfrenado. Como en un ritual de burla, aquellas matronas bullerengueras influenciadas de mestizaje, se sentaban en los andenes y entonaban:
Llorá, llorá, llorá corazón llorá.
A esa misma hora, sonaban las sinfónicas musulmanas impregnadas de un sufí que endulzaba el alma. Luego, sagradamente, desfilaba una romería de campesinos con sus canastos llenos de frutas, modulando gritos de monte que empalagaban el ambiente. Podía sentirse en sus lamentos la fatalidad de miles de trabajadores. Los racimos de bananos y los bultos de mangos, con sus aromas a campo, atenuaban en la urbe los olores de una improvisada morgue, donde las víctimas sin dueño se iban amontonando hasta reunir el cupo estipulado por un sepulturero amnésico que jugaba con las vísceras perforadas de tantos cuerpos inanimados. Los muertos de mejor abolengo gozaban de un trato especial, franqueza de una capitulación que los vendedores ambulantes minimizaban cantando y reventando sus pies contra el suelo:

Ueu... pregunto por ignorante
Uip, euj...por ignorante pregunto
Ueu... al muerto cuando se muere
Por qué lo llaman difunto.
Aquellos cantos le habían arrugado la frente al padre Golardo, a quien en el pueblo distinguían, pero nadie sabía a ciencia cierta su origen que se tornaba tan confuso como su hablar. Que lo entendieran o no, significaba poco para quien una gran parte de la población consideraba su salvador; total, ya él sabía que los Lara venían en su búsqueda porque deseaban bautizar a quien con devoción esperaron hasta cuando a la cigüeña se le antojó traerlo. Fueron nueve meses y tres semanas en los que aquel infante tiró patadas y trompadas en las entrañas de su madre, y no contento con ello, refunfuñaba cuando su mamá tomaba su habitual licuado de leche con uvas. Al capellán, la escasez de sus bolsillos lo hacía razonar cuando se acercaba el fin de mes. Unas veces, las familias pudientes lo socorrían y otras veces los Lara; en ocasiones de extrema urgencia echaba mano a la caja de las limosnas cuando le aparecían brotes de dignidad. Recordar la cara fingida de ángel, en la morada de Rochy y Jerónimo, tras unos pesos le producía náuseas. De ahí que al tomar la llave donde reposaban los ahorros de los piadosos, sentía resarcida su honorabilidad, sin sospechar que la fe depositada en aquel cajón ahora valía menos que la mezquindad de sus feligreses.
–Nada más falso que el progreso, es la única parte donde los testaferros son tacaños, malditos– vociferó a los cuatro vientos.

En varias décadas de apostolado, nunca había visto algo parecido. La mayoría de terratenientes vivían ocupados corriendo los límites de sus haciendas, desecando ciénagas y arrasando campesinos, y poco les interesaban las arcas del presbítero. La llegada de varios personajes siniestros que venían en busca del Notario para que les escondiera sus ignominias, despertaría en él una nueva esperanza. Golardo pensó que aquellos mensajeros del terror saciarían su precariedad económica, pero al poco tiempo comprendió que su oficio no pasaría de bendecir y maldecir muertos. El recipiente de los aportes de los devotos se llenó de moho; los billetes se transformaron en recados, y las monedas en piedras. Canciones y frases discordantes escritas, depositadas en el alfolí, sumieron en la tristeza al párroco que no podía creer en la actitud de aquellos que él confesaba y luego perdonaba.
–El pecado es el fruto con el que se alimenta el sacerdote– decía una de las tarjetas, que acabó por alterarle el ánimo.
Un billete de veinte dólares manchado de sangre lo indignó. Buscó culpables con su mente, y se enfadó aún más cuando los chandosos del mercado lo confundieron con un árbol. Entró y salió de rapidez de bares y prostíbulos, donde la palabra estaba ligada a la lujuria; habló con los propietarios de cachivaches y nadie le dio razón de los nuevos millonarios, a excepción de un prestamista que le propuso un negocio tan incierto como el recaudo del diezmo; ya derrotado, prometió bendiciones a quienes le dieran pistas sobre los dadores alegres de aquella comarca, y se dio contra el suelo al recibir como respuesta una mirada lánguida de un viejo moro. Humillado, y todavía bastante ofuscado por la insolvencia, le cumplió la cita a Rochy, que no veía la hora para reclamarle por su mala educación. Poco lo motivaba aquella visita; la última vez donde los Lara, lo ofendieron y lo pisotearon, y cuando los empleados esperaron una reacción contundente, el presbítero amortiguó las ofensas con la frescura de un buena vida; lo trataron con la displicencia de quien luce como un estorbo, y repitieron sus oraciones por quedar bien con Dios.
Recordar a los Lara no le era mucho de su agrado; le molestaba cómo Rochy siempre sobaba su cartera, con la perversidad de un Corredor de Bolsa, pero a la vez le agradaba porque estimulaba su olfato que le permitía advertir a metros la denominación de los billetes. Aunque su idolatría por las familias de alcurnia le había cercenado todo juicio racional, no le encontraba sensatez a una convocatoria pública para escoger el nombre de quien sin haber despuntado en la vida recibía honores de celebridad.
–La necesidad tiene cara de perro– repetía mientras una pierna le pedía permiso a la otra, camino donde los Lara.
La soledad y el silencio mostraban aquel martes, tétrico. La revisión obligada de las prostitutas que se diseminaban como hijas huérfanas, llenaba por momentos a Golardo de alegría que a su paso por la avenida del río recibía el saludo efusivo de aquellas meretrices. El único negocio que permanecía abierto era el bar 1, 2 y 3, donde se detuvo a rezar por los muertos acaecidos en sus predios. Tan lentas fueron sus plegarias en aquel sitio, como sus instintos motrices para llegar a la cita con Rochy. Contó los pasos con la paciencia de Job, y cuando se disponía tocar la puerta principal, se acordó que por el portón trasero podía calmar su ansiedad.

–¿Otra vez hablando de muertos? –preguntó el religioso con dulzura a los trabajadores.
–¡Padrecito! –exclamaron las señoras al unísono, como si se tratara del Altísimo.
–Ese es el pan de cada día en la región– continuaron diciéndole, sin reponerse de la sorpresiva visita.
Detrás del fogón dormían varias viudas y una docena de infantes que prefirieron pasar desapercibidos ante la presencia del Cura. Arriba de sus cabezas, las correas de cuero de vaca del abuelo de los Lara, aún pendían de una extensa tabla de madera ahumada curtida por el tiempo. Los niños las miraban y se les salían las lágrimas. El capellán, que siempre cargaba dispuesto el estómago, expresó glotón:
–¡Hasta en el parque pega el olor a guiso que tienen en esa olla!
Ávidas de perdón, las empleadas del servicio doméstico interpretaron el hambre del sacerdote y le sirvieron con exceso como si con ello se ganaran sin cuestionamientos la entrada al Reino de los Cielos.
–Padre, perdone, pero solamente tenemos estas cuatro pechugas de gallina criolla, ensalada de aguacate, plátano, arroz con coco y esta limonada con buen hielo.
–No se preocupen hijas mías, que con esto comen los doce apóstoles– manifestó el Cura con devoción.
–¿Y Jesucristo qué? –Lo cuestionó el jardinero, a quien se le notaba cierta molestia.
Golardo con su agilidad mental le dijo:
–¿Has escuchado que donde comen dos, comen tres?
El mozo se retiró con una sonrisa, no convencido del todo. El clérigo se acomodó en una silla, comió como un salvaje y luego repartió bendiciones en agradecimiento. Ellas lo observaron con diligencia, prestas a cualquier orden. Los perros, tan acostumbrados a meterse debajo de la mesa cuando servían, se ausentaron y en su representación enviaron a un par de gatos que desde los calados analizaron un panorama poco prometedor con las escasas sobras dejadas. El prelado de vez en cuando miraba a su alrededor y chupaba los huesos de gallina, con tal sonoridad que los gatos, presos de la tristeza, humedecieron la pared donde pernoctaban hambrientos. Él, tan acostumbrado a los manteles impecables y a las vajillas coloniales, como si fuera otro, comió en una mesa desgastada, con las moscas revoloteando y viendo a una de las mujeres sacándole espinillas a su compañero. El llanto del nuevo retoño de los Lara pasó desapercibido hasta cuando sació el hambre y comenzó a identificar un tono mayor que cada vez se iba haciendo insoportable.
–Oye tú– gritó Rochy desde la sala.
En la cocina, una de las más jóvenes, instintivamente, como si fuera con ella, contestó.
–Diga mi niña.
–El tetero del bebé, rápido, muévete –manifestó Rochy con rabia.
Golardo analizó la eficiencia y expresó:
–Así es que necesito una en la Casa Cural.
Ellas lo miraron de pies a cabeza y sonrieron. El religioso, un poco incómodo, se paró y metió la vista en un pequeño aposento donde dormía una joven negra plácidamente con sus carnes al aire. Apretó los labios, pensó en las hermanas Furnieles y al sentirse seducido, calmó su ansiedad tragándose los pedazos de hielo que se conservaban en el vaso. Dio la vuelta completa, sostenido en la punta de los zapatos y se despidió sudoroso dejando un rosario de expectativas. Las flores de bonches, a lado y lado de un callejón que comunicaba la cocina con la habitación de Rochy, pagaron las impertinencias digestivas de un cura, que tras eructar sin compasión
las marchitó de tajo. No era la primera vez y tampoco la última, de ahí el enojo del jardinero, que ante aquella masacre ambiental esbozó con ironía.
–Y eso que es hijo del Todopoderoso.
Golardo, que nunca se percataba de sus daños, esta vez escuchó el murmullo de los trabajadores y se hizo el desentendido. Por el contrario, se persignó previendo un regaño pendiente de Rochy, pero se olvidó de todo al llegar a una pequeña puerta desde donde se divisaba la vivienda principal. Desde afuera pudo distinguir el orden y la pulcritud de las habitaciones y expresó:
–Siempre tan eclécticos, comprando de cuanto chéchere.
Ahí se conservaba intacta la famosa chimenea de clima caliente que nunca encendieron, los portaretratos vacíos, y una colección de escopetas de manubrio que habían manchado los muros con sus óxidos. Las enormes ventanas apaciguaban el calor en un pueblo donde la energía eléctrica llegaba por sectores cuando a la naturaleza y los políticos les daba la gana. Cada baño tenía incrustada en la pared un espejo de cuerpo entero opacado por el salitre. Las enormes camas llenaban las habitaciones y en cada una de ellas sobresalía un florero colocado con delicadeza en las mesitas de noche. En el aposento de mayor dimensión, en uno de los rincones, al lado de una enorme ventana, se encontraba una cuna estrafalaria, la misma en la que arrullaron a cada uno de los Lara, ahora restaurada y con barrotes un poco más altos. Perdido entre las asfixiantes sábanas, daba vueltas como un pez el pequeño hombrecito a quien por ahora le decían mi niño, mientras se consumaba la noble tarea de conseguirle un nombre consecuente con su estirpe. El cura, desde su ubicación estratégica, percibió el ahogo de aquel párvulo y sintió agrado por ello. Socorrerlo no estaba dentro de sus pretensiones, y por el contrario opacó la angustia del infante anunciándose con bombos y platillos.
– Mi emblemática señora de los santos caritativos, aquí está tu siervo.
Desde adentro le dijeron con voz dulce.
– Qué felicidad, es un honor que usted pise nuestro suelo, Dios lo envió, Padre.
Rochy lo recibió en una facha que dejaba ver su tragedia maternal.
–Aquí estoy mi señora–dijo Golardo doblando la columna con reverencia.
–Se ve usted radiante, y ojalá le demore el día y la noche– expresó Rochy con una mueca en su cara.
El párroco cambió el semblante, pero se sintió tranquilo al fijarse que la cuna lucía petrificada.
–Estuvimos esta mañana por tu morada, perdón, el templo quise decir, pero no quisiste abrir– añadió Rochy molesta.
–Perdóneme doña Rochy, pensé que había sido mi sacristán, que cada día se inventa alguna cosa para mortificarme–contestó apenado el eclesiástico.
–No se preocupe mi señor, lo entiendo, nuestro llamado es por el bautizo del nuevo huésped, que para mañana es tarde –expresó Rochy tocándole el hombro.
–Tráiganme al niño–ordenó seguidamente.
–No hay necesidad, quiero alargar la sorpresa de ver este lindo capullo– dijo Golardo sonriente para fraccionar el tiempo.
–Padre, quiero que conozca a este niño y deseo que recuerde este día con agrado, obsérvelo bien, porque después lo va a ver sentado en un trono– le insistió Rochy.
–Pero primero me tomo algo, si no es mucha molestia– dijo Golardo ansioso, mirando la lentitud de un enorme reloj incrustado en un mueble de madera, que traqueaba entre segundo y segundo.
–Tráiganle un vinito a nuestra eminencia, y preparen al bebé. Yo aprovecho para explicarle al Padre lo que tenemos pensado– le dijo Rochy a una de las trabajadoras.
El sacerdote miró nuevamente las sábanas y sintió tranquilidad por la demora del vino.
–Como le estaba diciendo Padre, nuestro llamado es por la escogencia del nombre del chiquillo, que hasta ahora nos tiene en una incertidumbre única– le explicó Rochy con parsimonia.
El presbítero, que debía oficiar una misa adicional por un muerto adinerado de última hora, le manifestó.
–Si no fuera porque tengo que despedir a un difunto me quedaba, pero no te preocupes, que antes dela misa de gallo tenemos un nombre–
–Mírelo Padre, verdad que es lindo– interrumpió Rochy al ver al chico impecablemente vestido de azul.
Golardo lo detalló con la dulzura de Judas.
–Tienes siete vidas–expresó tocándole la cabeza.
Rochy no comprendió las palabras del religioso y le insistió para que se quedara.

–Ya le sirven un chicharrón que mandé a preparar –le expresó
Rochy.
–No, el cerdo es un animal maldito –manifestó lleno de rabia el Cura.
–¿Cómo así Padre?, no lo entiendo –refutó Rochy con la mano amenazante dentro del bolso.
–Las familias católicas, no deben comer chicharrón desde aquella masacre en la que los cerdos mutilaron a sus propios dueños después de ser asesinados– dijo Golardo haciendo un esfuerzo descomunal para no mirar la cartera abultada de Rochy.
–¿De qué habla usted padre?–preguntó sorprendida.
–Qué mala memoria tenéis, olvidar aquel sábado de gloria, en aquel cuadro dantesco, con los asesinos a la vuelta de la esquina riéndose, es algo difícil de borrar – manifestó el párroco con claros signos de molestia.
–Esas son cosas del pasado–expresó Rochy sin inmutarse
–Hija mía, por favor– manifestó Golardo incómodo.
–Está bien Padre, aquí esas historias se pasan con bastimento, que Dios lo bendiga– dijo mientras le abría la puerta.
–¿No se le olvida algo, mi buena dama?– indagó el Cura..
–Siempre hay adventistas que se disfrazan– expresó casi mudo.
–¿Qué dijo?– preguntó irritado el sacerdote.
–Nada Padre– rectificó Rochy.
–Me voy, seguro que no se le olvida algo– repitió resignado el presbítero.
–Ah sí, bendición, Padre–contestó ella con veneración, a sabiendas que Golardo esperaba por el dinero.
Antes que el religioso la mirara con sus enormes ojos, que en aquellas eventualidades se despepitaban al máximo, Rochy le pasó un paquete, y el párroco, con la adrenalina en los poros, contuvo la saliva espesa que siempre reservaba para el palo de mango cuando las circunstancias no lo favorecían.
–A las seis tengo un nombre–dijo con la voz pastosa.
Lo de si los cerdos habían comido carne humana, poco le preocupaba a Rochy, que concentraba todos sus esfuerzos en la escogencia del nombre de su hijo. Un centenar de tertulias callejeras, por poco llegan al extremo de irse a los puños por posicionar antojos, gustos y terquedades por la titulación de un impúber al que no conocían. Trajeron libros carcomidos por el olvido, con nombres tan estrafalarios como Cuasimodo y Brandemiro; algunos curiosos fueron hasta el pueblo vecino, donde tenían luz eléctrica, y después de ver treinta y dos telenovelas mexicanas regresaron con varios nombres inspirados en el tequila. No tuvieron acogida porque eran los mismos nombres locales con diferente cantado. En casa de Rochy, donde los opinadores permanecían hasta largas horas, las personas del servicio doméstico se veían tan hastiadas, al punto que la señora de los tintos se marchó porque las várices la estaban matando.
En aquel mes, los pobres para no comer sardinas de lata, se estacio- naban donde los Lara, que compraban todas las vísceras y las rendían con huevo y berenjena, y la repartían a quienes participaban de aquel debate absurdo. Cuales sicarios ambientales de coincidencias fisiológicas, los transeúntes dejaron casi de muerte el árbol de mango de la esquina con la salmuera vertida sobre su naturalidad.

Los vendedores informales dormían en el andén, craneando nombres y despertando a Rochy y a Jerónimo por la ventana cuando se les venía a la mente nombres sacados de los cabellos. Desde adentro, ella esbozaba entre dormida:
–Ya casi, sigan, sigan, sigan…
La amnesia y la apatía se confabularon a favor de un inocente, que mientras succionaba como un vampiro la última gota de alimento de la esencia de su mamá, los pobladores sin esfuerzo alguno, colocaron sus mentes en blanco ante una masacre de cuarenta y dos campesinos, que luego los gallinazos despedazaron a picotazos. Curiosamente cuando los periodistas llegaron al cubrimiento de la noticia, los goleros huyeron despavoridos. Era la primera vez que estos animales demostraban más miedo por un comunicador que por un sicario. No se habló ni escribió sobre el tema, y los chulos esta vez no posaron para las cámaras. Los periodistas al ver que un niño se robaba el protagonismo, visitaron a Rochy, quien como buena anfitriona les hizo olvidar la misión a la que iban, y por el contrario los emborrachó y los puso a escoger el nombre de su retoño. En la notaría, donde quedaba registrado lo mínimo y nada, todavía reposaban en la memoria del Notario los siete cambios de nombres inscritos por Rochy, de un infante al que hasta ahora su mente solo le daba para chupar dedo; finalmente, cuando el odio de tantas trifulcas tocó los predios de lo visceral, sin estar en total acuerdo, la responsabilidad quedó en manos del colectivo, que iluminados apelaron a su condición religiosa.

Asesorados por las hermanas Furnieles, un trío de vírgenes que conocían como las quedadas, buscaron en la Biblia, página por página, capítulo por capítulo, versículo por versículo, y al final, después de discernir sobre el protagonista de carne y hueso de aquel libro sagrado, coincidieron y celebraron por tener su propio Mesías.

REPORTAJE

Miguel Ángel Castilla se confiesa

El autor de la novela El Perfecto Demócrata, nos explica detalles desconocidos de la obra y nos habla de sus gustos e ideología.

¿El Caribe es demasiado liberado?
Tiene una equivocada visión de la libertad y de la liberación. Por eso en los barrios subnormales, después de las seis de la tarde, se siente una rara sensación de felicidad, que al cabo de unas horas puede terminar en desdicha. Las libertades del Caribe es un gran negocio de pocos.

¿Será por eso la pérdida de tantos valores morales?
La moral flaquea cuando la nevera queda vacía. La ética y el estómago tiene más relación de lo que suponen los estudiosos.

¿Alguna vez lo han tildado de izquierdoso?
En Bogotá, en la Universidad Nacional, en una ponencia sobra la Tradición Oral me gritaron Paraco, y en el departamento de Córdoba me hizo seguimiento el DAS porque había ayudado a montar una tienda comunitaria en el municipio de San Carlos. No me siento ni en la derecha ni en la izquierda. Soy respetuoso de la vida y no me identifico con ningún actor violento. Creo que hay personas buenas en diferentes áreas, con dogmas e ideologías, y en esa diversidad, podemos encontrarnos, entendernos y tolerarnos.

¿Cuándo usted trata la zoofilia deja entrever que la novela transcurre en el Caribe Colombiano?
Los hombres tienen relaciones sexuales con los animales desde la existencia del mundo. Eso sí, hay cosas fuera de toda lógica como el de cortejar una culebra en vez de comerse una manzana. Existe un estudio inédito que me enseñó un amigo hace un par de años, donde se demuestra que en el departamento de Boyacá los hombres son más propensos a tener relaciones con burras y gallinas. Es más, en Bogotá las mascotas son más importantes que los seres humanos. Ahora, es menester de los siquiatras analizar por qué en algunas zonas rurales del Caribe las burras son más atractivas para los hombres que las mujeres.

¿Y la esposa del Perfecto Demócrata, Palmina, qué rol juega en la novela?
La de toda mujer conforme al comienzo, dilapidada por un ser despreciable que nunca prevé que detrás de aquella timorata se esconde una dama sin escrúpulos.

¿Y hay algún personaje bueno?
Claro, el espíritu Santo y Golardo, un sacerdote tan bueno que les hace el amor a sus feligresas en sus ratos libres.

¿Por qué es tan duro con la Iglesia Católica?
Antes de 1492 el diablo no existía en América. Fue traído por la Iglesia Católica y se fue quedando hasta nuestros días, en ocasiones vestido de pastor en el día, y otras veces de lobo en la noche. 

¿Qué religión sigue usted?
No sigo ninguna religión, sigo a Cristo, a Dios que me provee todo. El cristianismo como religión moderna, dista demasiado de lo que significan los postulados y la vida ejemplar del hijo de Jehová. 

¿Por qué muestra la actividad periodística como una labor ruin?
Los periodistas somos unos carga ladrillos del Sistema, y ello nos permite disfrazar la mentira, maquillar los acontecimientos. Representamos los falsos positivos de la verdad.

¿Qué hacer entonces?
Solo nos falta que el comandante de la policía lidere los Consejos de Redacción.

¿No se le va la mano con la autoridad?
Más bien creo que la mano se les va a ellos cada rato, pero debo admitir que conozco a un policía que es la excepción, es el capellán de la institución.

ENTREVISTA

Miguel Angel Castilla
¿Cómo se siente en una editorial que ha tenido escritores como García Márquez, Neruda y Sábato?
Feliz con Dios que tiene bastante misericordia conmigo.¿Por qué le gusta meterse en problemas?
En un país como Colombia al escritor lo persiguen los problemas. Podría esquivarlos como muchos, pero no fuimos hechos para ser convidados de piedra.
¿Qué tan cruel es la novela?
La novela es ficción, los crueles son aquellos personajes a los que describo sin cortinas. La realidad es tan absorbente, que la fábula flaquea en su intento por introducirnos en la magia.
¿No le teme al entorno en el que vive?
La muerte no tiene la última palabra. La magnanimidad de Dios no la podemos poner en duda. Ahora, este es un ejercicio que invita a la reflexión para no repetir décadas de barbarie que solo nos han dejado dolor, viudas y huérfanos.
¿Qué mensaje le envía a los violentos en estos momentos?
El de siempre, que valoren las bondades de la libertad, que vivan en Cristo y que se sometan honestamente a la justicia.
¿Qué tan religioso es usted?
No soy fanático, pero después de estudiar mucho sobre la vida de Mahatma Gandhi, Teresa de Calcuta y Jesús de Nazaret, comencé a comprender lo bonito de la vida.
En muchas regiones del país cuando se toca a un personaje violento o corrupto, se acostumbra comprar todo el tiraje por parte de los afectados 
¿Está preparado para ello?
Mi trabajo es escribir. Eso le toca a La Oveja Negra. Sin embargo, no me imagino a la Policía cuidando al Perfecto Demócrata.
¿Cómo han sido sus años de escritor antes de esta novela?
Dedicado al periodismo, la investigación cultural, escribiendo todos los días con disciplina y respetando a las personas.
¿Y el periodismo de hoy permite el respeto?
Hay que aclarar que una cosa es el periodismo, y otra es el escribidor de oficio que se escuda en el periodismo para el boleteo, la extorsión y el chantaje. La diferencia está en que los primeros vivimos con la cuenta bancaria en rojo. Eso sí, podemos darnos el lujo de entrar a cualquier parte sin ningún temor. Los segundos, se ven bien por fuera, con ostentación material, pero con una lápida tan grande como su cinismo.
¿Alguna anécdota desagradable en su ejercicio periodístico?
Hace unos años, en una masacre de campesinos, un colega al ver los cadáveres tapados con hojas de plátano, quitó las hojas y arregló de tal forma a los muertos que pensé que la fotografía era para la página social. Le dije, “si la publicas te denuncio”.
¿Y se publicó?
Él es muy inteligente, hoy en día trabaja en España.
¿Qué busca usted con esta novela?
Resarcir en parte, una verdad dolorosa que le atañe a miles de colombianos que deambulan por las ciudades con la fe diluida por tanta impunidad.